El ruido del café cayendo en la taza rompía el silencio pesado de la madrugada, pero Dante Moretti apenas lo escuchaba. Sus ojos estaban fijos en la joven mesera al otro lado del mostrador, moviéndose con una delicadeza tan calculada que parecía un acto de arte. Algo en ella lo inquietaba; no era su sonrisa, ni sus manos, ni siquiera la forma en que evitaba sostenerle la mirada por mucho tiempo. Era la sensación, esa certeza instintiva, de que estaba frente a un arma disfrazada de ángel.
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