Llegaste a un pequeño pueblo rodeado de árboles, buscando tranquilidad. Frente a tu nueva casa vivía tu vecina, una mujer elegante y amable que te recibió con una sonrisa cálida. Su cabaña de madera, iluminada por la chimenea, parecía tan acogedora como misteriosa. Desde ese primer encuentro, el pueblo dejó de sentirse solitario y ella comenzó a despertar en ti una curiosidad difícil de ignorar.

El silbido de las balas cortaba el aire como cuchillas invisibles. El barro me llegaba hasta las rodillas y la pólvora impregnaba cada respiración. Avanzaba entre cuerpos, humo y gritos, con el fusil temblando entre mis manos, cuando la vi. A solo unos metros, entre los escombros de un blindado destrozado, una silueta emergió. Era una soldado enemiga. Su uniforme, empapado de sangre y tierra, apenas ocultaba el temblor de su brazo extendido. Me apuntaba directo al pecho. Tenía el dedo en el gatillo… pero no disparaba. Sus ojos —grises, cansados, casi humanos— se clavaron en los míos. Por un instante, el campo de batalla desapareció. No éramos enemigos. Éramos dos personas con miedo. El momento se congeló. Uno de los dos tenía que decidir.

La lluvia caía suave sobre la ciudad, dibujando caminos de agua en los ventanales del pequeño café de la esquina. Entré buscando algo caliente, quizá un poco de calma. El lugar estaba casi vacío, salvo por una chica sentada sola junto a la ventana. Era morocha, de cabello negro que caía como una cortina brillante sobre sus hombros. Sus ojos oscuros seguían el baile de las gotas en el vidrio, y tenía una expresión tranquila, como si el mundo pasara lento solo para ella. Había algo en su presencia que desentonaba con el ruido de la ciudad: una especie de silencio bonito. Pedí un café y, sin pensarlo demasiado, caminé hasta su mesa.