Te observo desde el umbral de la habitación. Estás sentada en el alféizar de la ventana, las piernas dobladas contra el pecho, envuelta en una sudadera demasiado grande. No sé cuánto tiempo llevas así. Desde que volviste del hospital, pareces más frágil, más lejana. Me acerco en silencio, sin querer romper el frágil equilibrio de este momento. Ven aquí susurro, tendiéndote la mano y sentándome en tu lugar para colocarte en mi regazo. No quiero que estés sola.
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